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Opinión

Rusia: La piedra en el zapato estadounidense

Rusia: La piedra en el zapato estadounidense

Rusia aparece como un país ineludible por sus relaciones

Joaquín R. Hernández

Rusia: La piedra en el zapato estadounidense

Cuando Samantha Powers, nominada por el gobierno de Barack Obama para ser su representante en la Organización de Naciones Unidas, compareció esta semana ante el Senado, fue interrogada por el congresista Bob Corker sobre lo que The New York Times llama “un idealista y algo oscuro principio de política exterior conocido como “responsabilidad de proteger”.

Ni tan oscuro ni tan idealista.  Bajo este principio se justificó internacionalmente la agresión de la OTAN, con la participación estadounidense que conocemos, contra Libia.  La intención de Corker, un viejo funcionario en la administración guerrerista de George W. Bush, era demandar de la actual presidencia de Estados Unidos una acción bélica, con el mismo pretexto, contra Siria.

La Power defendió como pudo la política de la administración, de apoyo a los insurgentes contra el Partido Baath, pero sin participación de sus tropas en suelo sirio.

(En su aparición también esta semana ante el Congreso, el general Martin Dempsey, respondiendo al belicista John Mc Cain, expuso toda una gama de acciones de apoyo a la insurgencia siria, pero estimó que una intervención militar en Siria sería un “formidable desafío”, cuyo costo evaluó en “más de mil millones de dólares mensuales”).

La cautela en la aplicación de este principio en el caso sirio, o lo que es lo mismo, por qué, como lo pide la ultraderecha republicana, no ha habido una intervención militar con tropas en Siria, tiene, hasta hoy, varias explicaciones fundamentales.

Estados Unidos cuenta con suficientes especialistas en la región mesoriental para saber perfectamente que Siria y Libia son países –y situaciones--  muy diferentes.  Tanto el respectivo peso geoestratégico como la composición nacional y social de ambos países establece diferencias decisivas.

Por otra parte, las guerras americanas en Oriente Medio y Asia Central han sido sonoros fracasos, no siempre confesados, sin que se sepa hoy qué beneficios trajeron a Estados Unidos;  los pueblos de Iraq y Afganistán saben, sin embargo, cuánta desolación dejaron estas aventuras militares.

En el caso sirio estamos ante una campaña contrarrevolucionaria de largo aliento para desarticular a uno de los actores mayores en la política de la región, enfrentada a un partido de estirpe arabista, con décadas de práctica política interna y a un ejército que ha mantenido su cohesión tras más de dos años de cruentos enfrentamientos irregulares con grupos terroristas,  generosamente armados por la reacción regional.

Y en Siria, Estados Unidos volvió a encontrarse con Rusia, parte esencial de su antiguo contendiente soviético, que se ha ido recuperando de la conmoción de los años 90 para volver a ser uno de los grandes protagonistas de la política mundial. Luego de los tormentosos años 90, Rusia comenzó un lento proceso de recuperación económica, sobre todo después del 2000, que se reflejó en el regreso de su importante capacidad militar, y en la restauración de varios de sus espacios de influencia mundial.

Estados Unidos, por su parte, comprendió en la última década que su sueño de potencia reinante en un mundo unipolar se había desvanecido.  En la reorientación de sus prioridades internacionales hacia Oriente, comenzó a tropezar siempre, como una piedra en el zapato, con la presencia rusa.

En efecto, Rusia aparece como un país ineludible por sus relaciones con China o con la India.  O con varios de los países que circundan Afganistán  --los famosos “tanes”—sin los cuales es imposible encontrar solución al embrollo que desde los años 80 ha creado Estados Unidos en ese país.

O en Siria, donde las relaciones históricas con la Unión Soviética  primero y con Rusia después confieren allí un estatus privilegiado al país eslavo.

A la ya extensa relación de frenos que Rusia, acompañada por China, han opuesto al intervencionismo atlantista en el conflicto sirio, se añade todos los días un nuevo episodio.  El último fue la denuncia de Serguei Lavrov sobre el uso de armas químicas por las bandas contrarrevolucionarias que operan en Siria:  devolvió el golpe a Occidente, que deseaba encontrar las “armas de destrucción masiva” que no halló en Iraq, y que justificarían la aplicación del principio sobre el que se preguntó  a la profesora Power.

Las armas que comenzaban a desempolvarse en los arsenales occidentales fueron guardadas.  La piedra rusa en el zapato de los intervencionistas había vuelto a molestar.

De hecho, hoy se opera un paulatino cambio en su discurso.  Si la prensa europea y estadounidense fuera una referencia confiable, habría que pensar qué giro político se esconde cuando aparecen artículos que descubren lo que todos sabían: que los insurgentes son bandas fundamentalistas, odiadas por la población siria, enfrentadas entre sí.  Más adelante descubrirán que la oposición externa es un resumen de oportunistas ambiciosos de poder y de dinero, que esperan desde capitales árabes y europeas que otros hagan la guerra por ellos.

En la próxima reunión internacional en Ginebra sobre el conflicto sirio, nuevamente cruzarán sables –diplomáticos--  rusos y estadounidenses.  Estamos pues ante la reedición de un viejo duelo, sobre bases contemporáneas y a pesar de las diferencias entre la antigua URSS y la actual Rusia.  Los principios injerencistas demandados a Samantha Power tendrán que esperar, al menos en esta ocasión,  por tiempos mejores.

| 27/07/2013