Internacional
Estados Unidos en Egipto
El alfarero sitúa el asa del jarrón donde más le conviene
Por Celia Vilma Medí
A raíz del fin de la guerra fría, Estados Unidos adoptó la política de mano dura, y utilizó el pretexto del 11 de septiembre para ocupar a Afganistán e Iraq hasta que se percató, finalmente, de que dicha política resultaba muy costosa para la economía norteamericana: el costo de la guerra de Iraq ascendió a 3 trillones de dólares.
Entonces optó por cooperar y coordinar con Europa y con Turquía, para enfrentarse a China, Rusia e Irán. Para ello utilizó el recurso a la confrontación sunita – chiita, poniendo a dos pilares sunitas, Arabia Saudita y Cairo, frente a Irán, país que mantiene relaciones de amistad, cooperación y coordinación tanto con Iraq, Siria, como con la resistencia en el Líbano, con Hamas en Palestina y con los houthies en Yemen.
Cairo y Arabia Saudita solos no pudieron llevar a cabo la tarea encomendada. Entonces Estados Unidos tuvo que incluir a Turquía en este plan, sobre la base de fortalecer al Islam político sunita representado por la Hermandad Musulmana. Cuando surgió la rebelión popular en Egipto en 2011, Estados Unidos logró un arreglo entre las fuerzas armadas, la Hermandad Musulmana y los movimientos salafistas y neo-yihadistas takfiristas. A esos últimos se les dio la tarea de realizar acciones terroristas que llevaran al pueblo a optar por el Islam moderado, representado por la Hermandad Musulmana.
Y para bloquear la verdadera rebelión egipcia, Ankara - Riad - Cairo coordinaron en las sublevaciones realizadas en sus dimensiones regionales en el norte de África: Libia, Yemen, y en Siria, esta última considerada el pulmón panárabe de Egipto y vice-versa, donde existe un régimen que rehusó doblegarse ante las presiones norteamericanas, israelíes y árabes reaccionarias. Pero el hecho de no haber triunfado el plan enemigo en Siria, ha permitido reanimar a las fuerzas nacionalistas y panarabistas en la región, y particularmente en Egipto.
Arabia Saudita, por su parte, preocupada por el avance relámpago de la corriente de la Hermandad Musulmana y por rumores sobre la existencia de un plan oculto encaminado a cambiar la hegemonía de la familia real saudita wahabita por dicha corriente, entró en contradicción con Mohamed Mursi. Junto a ella lo hicieron los países del Consejo de Cooperación del Golfo, sus satélites, con la excepción de Qatar, que ha estado buscando desempeñar un papel relevante a costa del Reino Saudita.
La Hermandad Musulmana se sumó tarde a la rebelión egipcia en el 2011 por indicación de Estados Unidos. Mursi, convertido en el nuevo presidente de Egipto, y un día después de reunirse con Hillary Clinton, destituyó a los altos oficiales egipcios, Los Hermanos Musulmanes pensaron además que, con el apoyo de EE.UU podían continuar excluyendo a las otras fuerzas, a las instituciones principales del Estado y a los cuerpos judiciales. Al hacerlo, se pusieron en contra a todo un pueblo.
Y como si fuera poco, su gobierno también aplicó medidas neoliberales, que incrementaron la crisis económica en el país y llevaron al pueblo, descontento, a volcarse en las plazas. De ese modo, y después de un año en el poder, el Primer presidente elegido en las urnas, militante de la Hermandad Musulmana, Mohamed Mursi, fue depuesto por un gigantesco movimiento de su pueblo en las plazas, apoyado por el ejército, en un hecho sui generis formalmente parecido a un inédito “golpe militar”, anticipado por una bien llevada campaña concentrada en las negativas de Mursi.
Algunos conocedores del tema opinan que todas las incapacidades de Mursi no justifican este insólito golpe de estado. Al comienzo de la crisis el Jefe del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas Abdel Fattah Al-Sisi, declaró: “Es más honorable morir que permitir que el pueblo egipcio sea aterrorizado y amenazado. Juramos a Dios ofrecer nuestra sangre contra cualquier terrorista, extremista o ignorante”.
Con eso Sisi lo dijo todo. El choque había quedado sustancialmente planteado entre las dos únicas fuerzas organizadas que existen en Egipto: el ejército y los islamistas. En Egipto, un país de 80 millones de habitantes, con una sociedad totalmente polarizada, existen hoy tres grupos principales: los Hermanos Musulmanes y sus aliados, bien organizados; la institución militar (un millón y medio de hombres sobre las armas), que busca preservar sus intereses económicos –y que los Hermanos Musulmanes, al igual que Mubarak, trataban de arrebatarles: entre el 20 y el 30% del tejido económico del país (fábricas de metales, textileras, gasolineras, etc…), y un tercer grupo emergente que agrupa a fuerzas políticas democráticas, panarabistas, naseristas, juventudes, etc. Esta última fuerza logró movilizar a más de 20 millones de personas en esa última rebelión, llamada en árabe “Tamarrod”.
El ejército egipcio ha hecho todo lo posible para no ser visto como golpista, contrariamente a lo que ocurrió en Argelia (enero 1992), mientras que el movimiento popular ha contado, además, con el respaldo de gran parte de los sectores políticos y religiosos del país. De forma inteligente y premeditada, el General Al Sisi anunció la destitución de Mursi, rodeado por una figura destacada de la oposición secular, Mohamed Al Baradei, el Papa copto, el líder de la institución principal suní Al Azhar y representantes del movimiento “Tamarrod”.
Así, por primera vez en 42 años, el mundo ha sido testigo de una contradicción entre el ejército y la administración norteamericana, un ejército que fue durante mucho tiempo un aliado clave de Estados Unidos y una fuerza estabilizadora en la región para los intereses norteamericanos. El ejército egipcio, la única institución oficial en la que se puede confiar en estos momentos, ofrece ahora una nueva versión, pese a que durante cuarenta años Hosni Mubarak hizo todo lo posible por despolitizarlo y por limitar sus competencias a la defensa del territorio, sin intervenir en las decisiones políticas.
El Pentágono ha visto cómo los intereses de Estados Unidos están en peligro, y cómo tendrán ante sí, junto a Arabia Saudita, el reto de impedir que Egipto se salga de la sombrilla de la hegemonía norteamericana. Un Egipto fuerte puede encabezar el mundo árabe y acabar con el propio poder de Arabia Saudita. Lo que pareció ser un golpe militar ha puesto al gobierno de Barack Obama en una posición incómoda. El diario Washington Post ha caracterizado la situación egipcia como un “campo de minas” político. La administración de Obama ha debido enfrentar el reto de apoyar a la “democracia” que vive Egipto y al mismo tiempo salvaguardar los intereses de Estados Unidos en la región.
A diferencia de Siria, donde hay una sedición dirigida por islamistas extremistas, en Egipto hubo la mayor protesta masiva en la historia de Egipto. La Casa Blanca ha debido enfrentar además una gran oleada de expresiones anti-Obama en las manifestaciones egipcias, que culpaban a la Casa Blanca de haber instalado a Mohamed Mursi, visibles en carteles con expresiones como "Del pueblo egipcio, a los políticos estadounidenses: saquen sus sucias manos de Egipto”, “A todo el pueblo estadounidense: no tenemos más que amor para ustedes", "Despierta Estados Unidos, Obama apoya un régimen fascista en Egipto", "Obama apoya el terrorismo", etc… Egipto ha sido el segundo mayor receptor de ayuda bilateral de Estados Unidos, después del Ente sionista. Por lo tanto, los norteamericanos, siendo pragmáticos, y a la manera del alfarero que coloca el asa del jarro del lado que más les conviene. Arabia Saudita ve en lo ocurrido su oportunidad para retomar el mando en la región árabe (gracias al fracaso que experimenta crecientemente Qatar, en su ambición de ser líder de la llamada “Primavera Árabe”).
Egipto vive hoy un momento crucial y preocupante. Mursi, en sus últimas declaraciones, ha llamado a la resistencia. Recordemos que los Hermanos Musulmanes están entrenados y habituados a vivir entre la clandestinidad y la libertad condicional. El futuro cercano de Egipto es aún muy incierto.