Seleccionados
Cuba y el nuevo dilema de Barack Obama
La exigencia latinoamericana de que Cuba participe plenamente en la próxima Cumbre de las Américas enfrenta a la política estadounidense con sus propias contradicciones
Por Joaquin R. Hernandez - Alahednews
Por Joaquin R. Hernandez - Alahednews
Llegan signos contradictorios. Hace unas pocas semanas, un vocero del Departamento de Estado manifestaba la oposición estadounidense a que Cuba estuviera presente en la próxima Cumbre de las Américas, en abril próximo, en Panamá.
Poco tiempo después, nuevamente un importante funcionario del mismo Departamento afirmó que podrían asumir el escenario de esa Cumbre con Cuba presente.
El vaivén retrata la situación que enfrenta hoy la administración de Barack Obama, cuando la política ineficaz y abusiva contra la Revolución cubana, se da de bruces contra la solidaridad latinoamericana con la Isla.
Convocada para abril del año próximo, la nueva edición de la Cumbre de las Américas había puesto a Estados Unidos y a su presidente en una complicada disyuntiva: o participaba, en la misma mesa que la representación cubana -probablemente presidida por el general Raúl Castro-, o se abstenía de concurrir, y no sólo desafiaba a sus pares del continente, muchos de los cuales se negaban a participar en una Cumbre sin la presencia de Cuba, sino hundía para siempre este tipo de reunión.
La Cumbre de las Américas fue una creación de Bill Clinton en 1994. Para el entonces presidente era una plataforma propicia para llevar adelante un proyecto recolonizador, que enyugaría a las economías latinoamericanas y caribeñas en un estrecho lazo subordinado a Estados Unidos. Era el famoso tratado de libre comercio interamericano o ALCA.
A partir de entonces las reuniones se sucedieron cada cinco años.
Entonces, la participación de Cuba revolucionaria, que luchaba por sobrevivir al duro golpe que representó la desaparición de la Unión Soviética, no era un tema de discusión. Quienes acompañaron en la reunión al presidente de Estados Unidos distaban de ser los mismos gobernantes, de la misma orientación, que lo que existen hoy.
Pero en la medida en que fueron apareciendo y consolidándose gobiernos con proyecciones sociales y de independencia radicalmente opuestas al paradigma de dominación norteamericana, la reunión quinquenal se fue complicando para Estados Unidos.
Hugo Chávez, recién llegado al poder, arguyó en la Cumbre celebrada en Quebec en el 2001 que la fórmula “democracia representativa”, en cuyo nombre se había violado tantas veces la democracia en Latinoamérica, debía ser sustituida por “democracia participativa”.
En el 2005 fue la debacle. La reunión, celebrada en Argentina, fue replicada por otra cumbre paralela, popular, y el principal anfitrión, Néstor Kirchner, no sólo presidió la Cumbre oficial, sino que también tomó parte junto a dirigentes populares latinoamericanos en la cumbre de los pueblos.
Ya para entonces el ALCA era un triste recuerdo.
Frustrado el intento neocolonizador, se alzaron otros proyectos integracionistas en los cuales Estados Unidos no tiene ni voz ni voto.
Y recientemente, los principales dirigentes chinos y rusos se han paseado por las principales capitales del continente, como símbolo de la nueva deriva de las economías de estos países.
El dilema de Cuba en Panamá
Los argumentos opuestos a la participación de Cuba en la Cumbre no son más que falacias.
Richard Feinberg es un hombre de baja estatura y ya de cierta edad. Con un sombrero tropical y un atuendo sencillo, se le puede ver caminando por las calles habaneras o sentado en un restaurante popular.
Feinberg es el experto sobre Cuba de la Brookings Institution y con frecuencia pide en sus artículos una revisión de la política de su país hacia la Isla.
Pero Feinberg tiene otros atributos.
Al iniciarse las Cumbres de las Américas, era director de asuntos interamericanos en el Consejo Nacional de Seguridad. A él se debe el “principio” adoptado por esas cumbres de admitir en ellas sólo a presidentes democráticamente electos. Feinberg, dice él mismo, fue quien introdujo la frase.
Pero no iba dirigida ni mucho menos hacia el presidente cubano. Cuba les parecía a ellos un país demasiado vinculado al viejo mundo soviético. La frase, dice, trataba de enviar un mensaje a gobiernos como el del peruano Alberto Fujimori y otros proclives al autoritarismo.
Y recuerda cómo la consideración adoptada en Quebec (“cualquier interrupción del orden democrático constituye un obstáculo insuperable” para participar en la reunión) no tenía nada que ver con los cubanos, sino con los propios países sentados alrededor de la mesa de la conferencia.
En realidad, el dilema actual poco tiene que ver con las objeciones cuyo origen histórico nos aclara Feinberg.
El gobierno de Barack Obama no solamente no ha podido superar sus primeras y únicas iniciativas, al autorizar los viajes de los cubanoamericanos y la remisión de dinero de estos a sus familiares, sino que en la práctica ha apretado varias veces el cinturón del bloqueo contra la economía isleña.
La participación de Barack Obama le abriría, al menos teóricamente, la posibilidad de un diálogo sin condiciones con el mayor país caribeño, que permitiría superar el estancamiento actual, y enviaría una vigorosa señal a Latinoamérica de que, como prometió en la Cumbre de Cartagena, apostaba por un “fresh start” en las relaciones continentales.
El influyente The New York Times acaba de declarar: “Obama debe aprovechar la oportunidad para darle fin a una larga era de enemistad, y ayudar a un pueblo que ha sufrido enormemente desde que Washington cortó relaciones diplomáticas en 1961, dos años después de que Fidel Castro llegó al poder”.
De desairar a la Latinoamérica que otra vez ha cerrado filas junto a Cuba, el presidente estadounidense daría un portazo a una de sus pocas oportunidades para escuchar y responder las inquietudes, muchas de ellas urgentes, de sus importantes, necesarios e inevitables, vecinos del sur.