Seleccionados
Imposible olvidar Sabra y Chatila
Ariel Sharon nunca rindió cuentas ante la justicia
El carnicero de Sabra y Chatila ha sido finalmente enterrado en su finca de Los Sicomoros, en el desierto del Negev. Un camión del Ejército, escoltado por generales, llevó el cuerpo de Ariel Sharon desde la Knesset (Parlamento) hasta el rancho elegido por Sharon como lugar de descanso. Fue el cierre a ocho años de coma irreversible e incertidumbre, a una vida llena de sangre, matanzas y muchas sombras.
Ariel Sharon, al que fue comparado con el asesino en serie de un condado de Inglaterra, será recordado siempre por sus crímenes y carnicerías, especialmente la horrible matanza de Sabra y Chatila, los dos campos de refugiados palestinos mascarados por las fuerzas israelíes y sus aliados de los falanges libaneses, en los suburbios del sur de Beirut.
El diario español El País publicó el siguiente artículo, escrito por Ignacio Cembrero, un día después del entierro del asesino Sharon:
Imposible olvidar Sabra y Chatila
Un grupo de mujeres aterrorizadas logró, el 16 de septiembre de 1982, escaparse del campamento de refugiados de Chatila y llegar hasta unos militares israelíes apostados a tan solo cientos de metros del lugar donde se estaba perpetrando la mayor matanza de civiles palestinos de la historia. Les suplicaron que la parasen, pero no lo hicieron. Cuando acabó la matanza, en la madrugada del 18, se contabilizaron más de 2.000 muertos.
“El jueves [16 de septiembre] por la noche vimos llegar a nuestro puesto mujeres palestinas del campamento de Chatila”, confirmó un militar israelí al diario Haaretz de Tel Aviv. “Con gritos histéricos nos dijeron que los falangistas [milicia cristiana] recorrían las calles matando a niños y obligando a los hombres a subirse a camiones”, prosiguió. “Informé a mis oficiales, pero me contestaron: ‘Todo va bien; no temas nada”.
Probablemente no hubiese sido ni siquiera necesario escuchar a las mujeres para tomar conciencia de la tragedia en curso. En la azotea del edificio que albergaba la Embajada de Kuwait en Beirut había un puesto de observación israelí, desde donde se dominaban los campamentos, que este corresponsal vio. Parte de la matanza se perpetró de noche, pero los asaltantes alumbraron Sabra y Chatila con bengalas.
A finales de agosto de 1982, el Ejército israelí —a las órdenes de Ariel Sharon, ministro de Defensa— había logrado, tras dos meses de cerco, expulsar de Beirut a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y conquistar, por primera vez, una capital árabe. En su guerra contra los palestinos contó con la ayuda de las milicias cristianas, especialmente de las Fuerzas Libanesas, también llamadas falangistas.
La oleada de indignación que suscitó la matanza, dentro y fuera de Israel, obligó a las autoridades israelíes, a poner en pie una comisión, presidida por el presidente del Tribunal Supremo, Isaac Kahan, para averiguar quién fue el responsable. “Es imposible justificar la ignorancia del peligro [que suponía la entrada de los falangistas en los campamentos] por parte del ministro de Defensa”, recalca la comisión Kahan en sus conclusiones, el 8 de febrero de 1983. Es “responsable de no haber dado las órdenes oportunas para reducir los riesgos que conllevaba la intervención de los falangistas”. “El ministro de Defensa no ha cumplido con su deber” y “debe él mismo extraer las consecuencias de sus errores”.
Sharon dimitió entonces, pero, como lamentó la prestigiosa ONG norteamericana Human Rights Watch el día de su muerte, nunca rindió cuentas ante la justicia, israelí o internacional. Regresó incluso en 2001 al Ejecutivo por la puerta grande: fue nombrado primer ministro.
El periodista israelí Amnon Kapeliouk, autor del libro Sabra y Chatila, investigación sobre una matanza, subrayó las insuficiencias de la labor de la comisión Kahan. Más aún que sus artículos minuciosos una frase del escritor israelí Amos Oz desmontó los argumentos que Sharon empleó para defenderse: “Aquel que invita al destripador de Yorkshire a pasar dos noches en un orfanato de niñas no puede después pretender, al ver los cadáveres amontonados, que había acordado con él que sólo lavaría las cabezas de las muchachas”.